No existe, realmente, el Arte. Tan sólo hay artistas. Estos eran en otros tiempos hombres que cogían tierra coloreada y dibujaban toscamente las formas de un bisonte sobre las paredes de una cueva; hoy, compran sus colores y trazan carteles para las estaciones del metro. Entre unos y otros, han hecho muchas cosas los artistas. No hay ningún mal en llamar arte a todas estas actividades, mientras tengamos en cuenta que tal palabra puede significar muchas cosas distintas, en épocas y lugares diversos, y mientras advirtamos que el Arte, escrita la palabra con A mayúscula, no existe, pues el Arte con A mayúscula tiene por esencia que ser un fantasma y un ídolo. Podéis abrumar a un artista diciéndole que lo que acaba de realizar acaso sea muy bueno a su manera, sólo que no es Arte. Y podéis llenar de confusión a alguien que atesore cuadros, asegurándole que lo que le gustó en ellos no fue precisamente Arte, sino algo distinto.
En verdad, no creo que haya ningún motivo ilícito entre los que puedan hacer que guste una escultura o un cuadro. A alguien le puede complacer un paisaje porque lo asocia a la imagen de su casa, o un retrato porque le recuerda a un amigo. No hay perjuicio en ello. Todos nosotros, cuando vemos un cuadro, nos ponemos a recordar mil cosas que influyen sobre nuestros gustos y aversiones. En tanto que esos recuerdos nos ayuden a gozar de lo que vemos, no tenemos por qué preocuparnos. Únicamente cuando un molesto recuerdo nos obsesiona, cuando instintivamente nos apartamos de una espléndida representación de un paisaje alpino porque aborrecemos el deporte de escalar, es cuando debemos sondearnos para hallar el motivo de nuestra repugnancia, que nos priva de un placer que, de otro modo, habríamos experimentado. Hay causas equivocadas de que no nos guste una obra de arte.
A mucha gente le gusta ver en los cuadros lo que también le gustaría ver en la realidad. Se trata de una preferencia perfectamente comprensible. A todos nos atrae lo bello en la naturaleza y agradecemos a los artistas que lo recojan en sus obras. Esos mismos artistas no nos censurarían por nuestros gustos. Cuando el gran artista flamenco Rubens dibujó a su hijo, estaba orgulloso de sus agradables facciones y deseaba que también nosotros admiráramos al pequeño. Pero esta inclinación a los temas bonitos y atractivos puede convertirse en nociva si nos conduce a rechazar obras que representan asuntos menos agradables. El gran pintor alemán Alberto Durero seguramente dibujó a su madre con tanta devoción y cariño como Rubens a su hijo. Su verista estudio de la vejez y la decrepitud puede producirnos tan viva impresión que nos haga apartar los ojos de él, y sin embargo, si reaccionamos contra esta primera aversión, quedaremos recompensados con creces, pues el dibujo de Durero, en su tremenda sinceridad, es una gran obra. En efecto, de pronto descubrimos que la hermosura de un cuadro no reside realmente en la belleza de su tema.
Trabajo enviado por:
Celeste Fiori
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