Aquella fría mañana de abril de 1872, la Plaza de Yaruquíes mostraba un ambiente lúgubre y tenso.
Desde muy temprano, tropas del ejército se habían apostado en los cuatro costados de la plaza. Mujeres indígenas con sus hijos y algunos ancianos empezaban a llegar al pequeño pueblo; la mayoría venían obligados y a la fuerza.
En un costado de la plaza se erguía siniestro un alto madero, nunca antes había estado ahí. Un estremecimiento sacudió a los recién llegados. Aquel poste de madera serviría de rudimentario patíbulo donde sería sacrificado su Rey, Fernando Daquilema, último representante de la familia Imperial Duchicela.
Siglos atrás, en la plaza de Cajamarca, un lejano antepasado de Daquilema por línea materna, Atahualpa, el último de los Incas fue sacrificado por orden del conquistador Francisco Pizarro. Se le sentenció a garrote vil, bárbaro e inhumano método de tortura y muerte. Dos siglos después, Túpac Amaru, otro descendiente de los emperadores Incas, fue cruelmente torturado y descuartizado vivo en la plaza de El Cusco, por revelarse contra sus opresores españoles.
Esta vez la Plaza de Yaruquíes sería el escenario del martirio de la última víctima de la conquista, un rebelde indígena puruhá de 25 años: Fernando Daquilema. Su delito, revelarse contra la opresión y la injusticia que abatía a su pueblo.
El estado y la Iglesia confabulados agobiaban al indígena con tributos y diezmos. Para colmo de desdichas el despótico gobierno de García Moreno había ordenado la movilización forzada de los indígenas para la construcción de la carretera nacional, sin remuneración alguna, triste rezago de la mita. Fue la gota que derramó el vaso. Los indígenas del Chimborazo se alzaron en armas y nombraron a Daquilema como su líder. Miles de indígenas se unieron a la lucha.
Fue esta la insurrección indígena más importante y sangrienta de la época republicana.
Finalmente la rebelión fue aplastada a sangre y fuego por las superiores fuerzas militares del gobierno.
Los principales cabecillas indígenas fueron apresados. Daquilema pudo huir y perderse para siempre pero prefirió entregarse voluntariamente. Sabía que lo matarían si lo capturaban vivo, aun así decidió entregarse a sus verdugos para evitar más derramamiento de sangre. Esperaba así que cese la represión hacia sus hermanos de lucha. Él se sacrificaría por todos.
Comenzó entonces su calvario. Amarrado como fiera salvaje fue conducido a Riobamba, donde se le confinó a un frio calabozo. Totalmente incomunicado se mostró altivo y orgulloso. No profirió ni una sola queja, ni contestó pregunta alguna. Era un silencio inescrutable, un silencio que era como un grito de desprecio a sus enemigos.
La lejana esperanza de un indulto por parte del presidente García Moreno, fue vana. El tirano no era amigo de los indultos. Se lo había negado al anciano general Ayarza, héroe de la independencia, a quien mando a azotar hasta causarle la muerte. Tampoco perdonó al capitán Manuel Maldonado, su amigo de la infancia, a quien hizo fusilar públicamente.
Para García Moreno, Daquilema no era más que un indio revoltoso. El indultó nunca llegó.
El 8 de enero fue sacado de su encierro y llevado al pequeño pueblo de San Francisco a presenciar el fusilamiento de sus valientes capitanes, Julián Manzano y Manuela León.
Daquilema fue juzgado por una Corte Marcial, la cual luego de sumario juicio, le declaró culpable de todos los cargos y le sentenciaron a morir fusilado públicamente en la plaza de Yaruquíes.
Humillado y maltratado esperó estoicamente el fatídico día de su muerte.
El lunes 8 de abril de 1872, fue sacado de su celda. Escoltado por guardias a caballo fue llevado encadenado a Yaruquíes. Aquel día Daquilema contempló por última vez, la tierra de sus antepasados, quienes alguna vez fueron los amos y señores de estos contornos: el majestuoso Chimborazo, el Tungurahua, los Altares, el cerro de Cacha, los Cubillines……..
Al llegar a la plaza de Yaruquíes, la multitud se agitó. Más de 200 indígenas del derrotado ejército de Daquilema, que fueron hechos prisioneros, fueron obligados a presenciar el bárbaro espectáculo. En el colmo de la crueldad, la esposa de Daquilema con su pequeño hijo en brazos, fue ubicada en primera fila.
El reo entró a la plaza caminando altivo y sereno. Lanceros a caballo lo escoltaban. Al llegar al patíbulo, lo ataron de pies y manos al poste de madera, mientras el pelotón de fusilamiento se preparaba para la descarga.
Sus hermanos de raza, las huestes vencidas del Rey de Cacha, lloraban en silencio; lágrimas de impotencia rodaban por sus tostadas mejillas, mientras un nudo de angustia en la garganta los ahogaba. Su compañera miraba impotente el triste espectáculo, mientras su pequeño hijo se aferraba a su madre sin comprender lo que sucedía, inconsciente de la desgracia que el destino deparó a su raza.
Daquilema, quien hasta ese momento no había pronunciado una sola palabra, rompió su silencio. Con voz estentórea y enérgica, habló así a su pueblo en su lengua vernácula:
“Hermanos puruhaes, los caminos de la libertad y la justicia están sembrados de espinas y derrotas, que no les amedrente esta fracaso, no claudiquen en esta lucha, no desmayen en su propósito. No dobleguen la frente ante sus enemigos. Que mi sacrificio dignifique a nuestra raza y contribuya a la unión de todos los pueblos indios solo asi……..”
Una descarga de fusilería le abrió el pecho, su sangre más roja que nunca se derramó a borbotones para fundirse luego con la tierra amada, suprema demostración de amor a su Pacha Mama por la que tanto luchó.
Su cadáver flácido y exangüe quedó expuesto en la plaza hasta altas horas de la tarde. La multitud se fue retirando lentamente, solo su mujer, de rodillas en el suelo, lloraba y entonaba en su lengua quichua ese tristísimo canto fúnebre con el que despiden las mujeres indígenas a sus seres queridos.
Cuando el sol se ocultaba por los cerros, un pelotón de soldados, trasladó el cadáver de Daquilema a un lugar desconocido en donde fue inhumado en tumba sin nombre.
CAJAMARCA, EL CUSCO,……….YARUQUIES.
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