En mi niñez el fin del año escolar era esperado con ansiedad y vehemencia, su terminación significaba una fiesta y la seguridad de una bien merecida recompensa por todo el esfuerzo desplegado en la escuela durante nueve largos meses de estudio y dedicación.  Nos preparábamos  entonces para la aventura suprema: las largas vacaciones de verano en el pequeño pueblo de mis abuelos, una diminuta aldea perdida en las estribaciones de la Cordillera Oriental  de los Andes, al pie del aquel entonces tranquilo volcán Tungurahua. Era un entorno natural de una belleza incomparable y primitiva donde la civilización no había hollado con sus adelantos y comodidades. Era como un viaje al pasado donde conviviríamos en íntima comunión con la naturaleza.

  Semanas antes de iniciar los tres largos meses de asueto, junto con mis hermanos hacíamos acopio de todos los pertrechos indispensables para tan larga campaña. Íbamos armados hasta los dientes con equipo ligero y pesado: resorteras, cañas de pescar, navajas, trompos, pelotas, cometas, gorros, trajes de baño, etc., etc., sin olvidarnos de la mascota de turno y uno que otro vecino o amigo que se colaba. Mi madre por otra parte se preocupaba de preparar cosas más prácticas para la larga jornada: víveres, útiles de cocina, ropa, colchones, cobijas, algunas medicinas  y muchas golosinas para nuestros siempre hambrientos estómagos.

EL VIAJE

La aventura empezaba en la plaza de San Alfonso, que en aquella época era la terminal de los pocos buses que se arriesgaban a recorrer la peligrosa ruta hacia el Oriente. Un viejo Ford con carrocería de madera  y arranque a manivela era el transporte que nos  llevaría a nuestro esperado destino. El trajinado automotor lento y ruidoso tardaba cuatro largas horas en recorrer los 35 kilómetros de recorrido, claro que en ese entonces la carretera a Baños era apenas más grande que un chaquiñán, en el que solamente cabía el autobús, cuyas ventanas con marco de madera rozaban las matas de sixes, chilcas y retamas que bordeaban el camino.

 El recorrido era fantástico, con soberbios parajes, insondables precipicios y peñas inestables. La vista que nos ofrecía el formidable cañón del rio Chambo era un espectáculo majestuoso, el sedimento que  el rio arrastraba tornaba turbio a su impetuoso torrente. El Chambo que aguas abajo toma el nombre de Pastaza, lleva su rico limo a la cuenca amazónica y es uno de los grandes tributarios del Rey de los ríos.

Cuando el viejo automotor cruzaba el venerable y estrecho puente “Isidro Ayora”, conteníamos el aliento, mientras el bus pasaba lentamente y el viejo puente traqueteaba. Salvado el gran cañón sabíamos que pronto llegaríamos a nuestro esperado destino; pasábamos por el pequeño pueblo de Penipe y mas adelante el entorno se volvía conocido y familiar. Cuando la iglesia del pequeño pueblo  se divisaba a lontananza,  sabíamos que nuestro aventurado viaje concluía.

Al llegar a la pequeña parroquia de El Altar, destino de nuestro viaje, saltábamos del autobús como presos que recobran la libertad, nos sentíamos mas libres que el viento y amos del mundo. Un Universo mágico y encantador, una naturaleza primitiva y feraz nos envolvía, los pocos adelantos modernos que disfrutábamos en Riobamba eran totalmente desconocidos en este lugar olvidado de Dios y de los hombres. No existía luz eléctrica, además creo que no hacía falta, la luz del sol era abundante, natural y gratuita, como el agua que bebían, fresca, cristalina y natural. Alcantarillado ni pensarlo, las necesidades higiénicas personales eran resueltas en  secreto. El baño corporal era un rito mensual y un motivo de diversión pues íbamos en familia al cercano río de frías  y cristalinas aguas a remojar nuestros trajinados cuerpos, aprovechábamos entonces para pescar preñadillas que en aquel tiempo abundaban en nuestros ríos.

EL PUEBLO

La pequeña parroquia de El Altar, se halla  diseminada  en una amplia planicie que caprichosamente la naturaleza  formó en medio de las estribaciones de la Cordillera Oriental de los Andes. Está flanqueada al norte por la imponente mole del Tungurahua que en aquellos tiempos lucía una radiante nieve que creíamos perpetua. Hacia el sur y el oriente la Cordillera forma una monumental barrera, al oeste la planicie termina en la gran depresión que forma el formidable cauce del rio Chambo.

 Las casitas del pueblo, no forman un conglomerado compacto, se encuentran más bien dispersas en la ancha explanada. Casi todas responden a un típico patrón arquitectónico: construcciones de una sola planta a dos aguas, con bases de piedra  y paredes de bahareque enlucidas con cal; pisos y tumbados de madera y techos de teja.  El vacío que se forma entre el tumbado y el techo que  llaman soberado, sirve como lugar de acopio de granos  y como bodega para  los mas disímiles enseres. La cocina, formaba un ambiente separado, todas con su típico fogón de leña, donde nunca faltaba una inmensa olla de mote siempre listo para saciar el hambre.  El cálido  ambiente de la cocina era el lugar mas familiar y acogedor. En este lugar nos reuníamos a compartir nuestras vivencias diarias. Aquí, en las noches, bajo la tenue y titilante luz de un primitivo candil a kerosene que desprendía mas humo que claridad, nuestros mayores se solazaban contándonos leyendas y cuentos de duendes, aparecidos, brujas y almas en pena; nuestra infantil imaginación era campo fértil para las mas variadas historias de ultratumba. Nosotros al igual que las sencillas gentes del campo creíamos a pie juntillas todas esas leyendas. Nadie de nosotros se atrevía a desafiar la oscura noche, que para nosotros era dominio exclusivo de los  fantasmales seres ultra terrenos.

LOS HABITANTES

El sector geográfico de El Altar al igual que las áreas aledañas del lugar comparten una curiosa y singular característica, quizá única en la Sierra ecuatoriana: la inexistencia de asentamientos indígenas. Nadie sabe el motivo de este fenómeno demográfico, el asunto es que aquí el indio americano es desconocido y sus rastros, si alguna vez existieron han desaparecido por completo. De esta suerte los habitantes del sector, mantienen un fenotipo humano de herencia española casi pura con muy poco mestizaje. Los hombres del lugar son altos, de tez clara y barba cerrada. Las mujeres de largos cabellos castaños, exhiben un cutis sonrosado con mejillas carmesí. La herencia española se advierte también en sus apellidos y en su carácter orgulloso e individualista. Esta es la tierra de los Fernández, de los Haro, de los Medina, los Mancheno, los Pontón, los Olivo, Vallejo, Velasteguí, Villagomez.

Aquí no hay grandes latifundios, el pequeño feudo que cultiva cada familia a duras penas alcanzaba para el sustento  de sus numerosos miembros, por esta razón los hombres se veían en la necesidad de buscar otras formas  adicionales de subsistencia. Algunos se dedicaban al comercio con los productos del lugar, otros a explotar los bosques maderables o fabricar carbón que comercializaban en Riobamba, otros no dudaban en viajar a la Costa en la temporada de zafra, muchos nunca regresaron. La migración ha sido un fenómeno frecuente en el lugar.

LA VIDA JUNTO AL VOLCAN.

Tal parece que el pequeño pueblo  subsistiera de acuerdo a los caprichos telúricos del Tungurahua. Florece cuando el volcán duerme y desfallece cuando este se despierta. Nuestros años de vacaciones coincidió con la temporada de tregua que dio el monstruo, entre las dos últimas erupciones la de 1917 y la que se mantiene hasta hoy.

Cada día emprendíamos una nueva aventura. Para nosotros la monotonía no existía y el aburrimiento era una palabra desconocida. Nos gustaba acompañar a nuestros primos de nuestra misma edad a las labores del campo. Lo que para ellos era una obligación diaria, dura y tediosa, para nosotros era una novedad fascinante. Nos encantaba sacar el rebaño de ovejas del corral para llevarlo a los pastos cercanos y jugar con el corderito recién nacido. Nos divertíamos alimentando a los cerdos, los hambrientos cochinos lanzaban agudos chillidos cuando nos veían venir con los baldes de comida. Nos fascinaba ir al cercano bosque de eucalipto  en busca de leña para la cocina. En el bosque salía a relucir nuestro instinto cazador; como la ecología no se había inventado todavía, éramos los depredadores más temibles del lugar. No había ser viviente volador o rastrero que escapase a la certera puntería de nuestras resorteras. Tórtolas, gorriones, jilgueros, sapos, lagartijas, ratones, etc. sucumbían bajo la letal acción de nuestras “armas”. Cansados de matar animales indefensos, jugábamos a los “chullitas” y bandidos. Bajar del tupido bosque que se hallaba en una empinada ladera era inolvidable. Un primo de mayor edad preparaba una especie de camastro con largas ramas de eucalipto; nos ubicábamos sentados en esta especie de lecho de ramas y hojas y nuestro primo halaba todo el conjunto y bajaba en forma vertiginosa ladera abajo, nosotros férreamente agarrados de las ramas éramos remolcados felices por la polvorienta ladera. Para que la diversión sea completa el pícaro de mi primo, buscaba una pequeña depresión en el terreno por donde arrastraba nuestro vehículo y lo hacía saltar, entonces salíamos volando por los aires; golpeados, llenos de polvo y felices llegábamos a  casa.

Otra aventura inolvidable eran las carreras en coches de madera. Aquí casi todas las familias tenían un coche de madera, muy primitivo por cierto que utilizaban como instrumento para transportas pequeñas cargas, pero en nuestras manos se transformaban en vertiginosos bólidos que rodaban cuesta abajo. Los chicos del lugar eran expertos en manejar estos artefactos rudimentarios, en cambio en nuestras manos con poca práctica eran común los volcamientos y las cabezas rotas.  

Nuestra estadía en la campiña coincidía con el mayor acontecimiento del lugar, esto es la cosecha del principal producto del sector: el maíz. Las grandes sementeras del cereal habían madurado y su rico fruto oculto en sus sutiles hojas se ofrecía generoso para el sustento y la supervivencia de los habitantes del lugar. Las milenarias erupciones del volcán habían enriquecido con minerales la tierra de sus contornos, volviéndola apta y feraz, propicia para todo tipo de cultivo, aunque el maíz era el producto preferido. La cosecha del maíz era una fiesta familiar en donde todos los miembros participábamos, aunque por estar de vacaciones nuestra comprensiva madre nos eximía de trabajar todo el día en la sementera de la gramínea  cuyas hileras parecían interminables. Solamente cuando cometíamos una grave travesura, como castigo nos ordenaba desgranar las mazorcas que amontonadas en el piso de la casa llegaban casi al tumbado.

Para mis parientes del lugar la vida en el campo les resultaba dura y tediosa. Los niños campesinos trabajan en las faenas desde su mas temprana infancia, ayudando a sus padres en las numerosas tareas que exige la vida rural y además tienen que asistir a la escuela. Mis primos escuchaban fascinados nuestros relatos de la ciudad y se admiraban que nuestra única obligación en casa era ir a la escuela y hacer los deberes. Mis primos  soñaban con vivir en la ciudad y nosotros soñábamos con vivir en el campo. Sus sueños se cumplieron pues todos sin excepción migraron a las grandes ciudades del país.

Tres largos meses de vacaciones eran suficientes y ya empezábamos a extrañar la ciudad, los amigos del barrio, la escuela, las funciones de cine los domingos, las palanquetas de la Vienesa, el hornado de la Merced. Emprendíamos el regreso con nostalgia al dejar el paraíso, pero satisfechos y contentos por volver a la ciudad amada y al lar querido.

    

 

 

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