RECUERDOS PORTEÑOS

Mi prima Nancy era agraciada y dramática. Alta, muy alta,  delgada, muy delgada, con sus frescos dieciocho años,  garbosa  y simpática tenía de cabeza a los muchachos del barrio. Pasaba yo vacaciones en su casa de Guayaquil, en García Moreno y Piedrahita, un barriada tradicional del Puerto; los jóvenes del sector creían que era yo su hermano menor y me mortificaban llamándome “cuñado”.

  No podía haber mayor contraste entre ella y yo; ella era extrovertida, alegre, locuaz y cuando hablaba movía sus larguísimos brazos a todos los lados, con ese encanto particular  que tienen las mujeres guayaquileñas. Yo en cambio era mas bien  introvertido, poco comunicativo,  impasible y un tanto indolente.  A pesar de tan diferentes caracteres nos llevábamos de maravilla. Me pedía siempre que le acompañe a todas partes.

Fue la vez en que le acompañé donde el dentista. Creo que no hay cita mas desagradable que la del odontólogo. El carácter más fuerte se doblega cuando te invitan a sentarte en esas sillas que mas parecen potros de  tortura.

 El dentista era un viejo conocido de mi prima y tenía su consultorio a una cuadra del conocido Hospital Luis Vernaza, no muy lejos de nuestra casa y por lo mismo íbamos caminando. Eran esas tardes grises, húmedas y calurosas de invierno; la casa donde el doctor tenía su consulta era de esas que se llaman “casas mixtas”, tan distintivas de la urbe porteña con sus típicos zaguanes y sus escalinatas y entrepisos de madera  que crujen cuando alguien camina por ellos.

 La sala de espera de un consultorio odontológico es uno de los lugares más inhóspito del mundo, menos mal que no estaba yo en calidad de paciente y traté de distraerme hojeando viejas ediciones de “Vistazo” mientras los gritos de dolor de mi prima se ahogaban en medio de ese infernal ruido de la turbina odontológica que te estremece de pies  a cabeza. De cuando en cuando me asomaba a la ventana  - esas típicas ventanas con  celosías móviles de  madera-   para mirar pasar la vida. La cercanía del viejo y concurrido hospital Luis Vernaza, provocaba un frenesí humano en el sector. Hombres y mujeres con rostros compungidos apuraban el paso, con la preocupación propia de  tener un pariente herido, enfermo, agonizante.  Cada persona era portadora sin duda de una dolorosa historia de desgracia y dolor. Para completar el lúgubre escenario, varias agencias funerarias se habían apoderado de los locales aledaños al viejo Hospital y mostraban en la acera su fúnebre mercadería y para que el negocio de la muerte sea más productivo, estas agencias tenían “impulsadores”: mercaderes del dolor que con olfato de buitre podían percibir el olor de la muerte en los pasillos del Hospital para ofrecer a los deudos sus servicios “todo incluido”.

Cuando  el  dentista se desembarazó por  fin de los agudos gritos de mi prima, emprendimos el regreso a casa. Al momento que ganábamos la calle nos llamó la atención al mismo tiempo la figura de un hombre humilde que saliendo indudablemente del Hospital caminaba con paso vacilante. Cargaba en sus brazos un bulto envuelto en una  sábana blanca, tal parecía que llevaba a un ser humano. Cuando su triste silueta estuvo cerca de nosotros pudimos observarlo con más atención. Era un hombre del pueblo, un montubio pobre, humilde; su rostro era la imagen misma de la tristeza y la angustia. Cansado y desolado se sentó en la vereda,  fue cuando aprovechamos para abordarlo.

-Señor qué tiene, qué le pasa. ¿Podemos ayudarlo?. Preguntamos.

Nos miró con pesadumbre y respondió:

-Es mi hijo, lo traje al Hospital picado por la culebra, pero me dicen que ya es muy tarde y que ya no pueden hacer nada por el chico y que me regrese a que muera en la casa.

Nos permitió ver a su hijo, era un niño de unos 8 o 9 años, su carita tenía el color de la cera y sus labios eran tumefactos y violáceos. Un grito de angustia se le escapó a mi prima mientras un nudo de angustia me ahogaba la garganta. El cuadro era desgarrador. El niño no estaba muerto, se moría en los brazos de su padre. No supimos que hacer, lo único que se nos ocurrió en ese momento fue buscar unas monedas y entregar a ese pobre ser que pasaba por este tristísimo trance.  Emprendimos indolentemente nuestro camino sin regresar a ver. Nadie habló mientras marchábamos  por esas calles húmedas y vahosas por el invierno. La dramática escena me dejó sin palabras mientras mi prima gemía en silencio.

Nunca en mi vida he podido olvidar este trágico suceso. Ese agonizante rostro infantil me ha perseguido desde siempre. Nunca sabré el nombre de esa infeliz criatura ni todas las circunstancias del fatal accidente que lo llevaron a la tumba a tan temprana edad, pero siempre me ha atormentado la idea de que pude haber hecho algo más que depositar unas míseras monedas en las manos de su padre.

Unos años después de este suceso, llegó a mis manos un libro escrito por el gran novelista guayaquileño José de la Cuadra. Un libro de cuentos ecuatorianos, al que tituló “Horno”. En uno de estos relatos ficticios escritos con magistral estilo, de la Cuadra, narra la historia de un hombre del campo que llega a Guayaquil con su pequeño hijo “picado” de la culebra.  El campesino, confía  su desgracia a  una humilde empleada de una fonda mas humilde todavía. El hombre en su tristeza le cuenta que su pequeño hijo posiblemente muera y tenga que regresar a enterrarlo en su casa allá por las huertas de cacao a tres horas de Guayaquil. Volví a recordar nuevamente mi propia vivencia e imaginé que los personajes del cuento de De la Cuadra habían tomado forma corpórea y repetían la misma tragedia que yo contemplé en una calle de la gran ciudad

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Comentario

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Comentario de Eduardo Medina el junio 19, 2015 a las 8:16am

Gracias por tu comentario Victor Hugo. Mira que interesante, se dice que Gabriel García Márquez pudo haberse inspirado en la novela de José de la Cuadra, "Los Sangurinas", para escribir su monumental novela "Cien años de soledad".

Comentario de Victor Hugo el junio 17, 2015 a las 8:24am

Realmente le felicito, que extraordinaria forma de plasmar una historia, me hizo recordar la redacción de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez.

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